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lunes, 16 de enero de 2012

Reflexiones sobre pintores y pintura Matías Sánchez



'Lautrec': un luminoso fondo para una oscura y poética figura.



'Lautrec con paleta', una de las obras de Matías Sánchez.


Entre la caricatura y el latido primitivo, Matías Sánchez compone una serie de cuadros dedicados a grandes creadores del pasado

La caricatura es un rasgo característico de lo moderno. Es siempre un índice de libertad. Las sociedades autoritarias o la religiosidad fundamentalista no la soportan. Unas y otra precisan mantener algo que los antiguos llamaron conveniencia: el héroe, el santo o el guía han de aparecer siempre con la dignidad que se les atribuye. Esto llegó a contaminar la figura del artista: dada su condición de genio, tenía que comparecer públicamente con trazos de parecida dignidad. La caricatura hurga en esa imagen pública esclerotizada para mostrar una carencia moral o un aspecto de la identidad privada, pero también a veces para reseñar un rasgo de verdad que escapa a lo que se tiene como digno o conveniente.


Otro elemento recurrente del arte moderno es el primitivismo. Si el estilo es el difícil equilibrio entre la convención y la impronta personal del autor, la pintura académica insistió en el primer elemento y cultivó con esmero lo correcto y lo admitido, aun renunciando al mundo individual del artista. A ese arte, cada vez más muerto, los autores modernos opusieron el arte primitivo en el que veían libre uso de la fantasía, ideas escuetas de cuerpos y rostros, o un desarrollo espontáneo y auténtico del afecto. Por eso viajaron a culturas arcaicas y frecuentaron museos etnográficos. Más tarde, de Dubuffet a Appel, fueron muchos los que intentaron un trabajo pictórico donde formas elementales, un uso arriesgado del color y el empleo del pigmento, más como materia que como tinta, confirieran a la obra una expresión directa e intensa.

Estos dos rasgos están presentes en la obra de Matías Sánchez (Tübingen, Alemania, 1972). Los ha cultivado a lo largo de su carrera. Con ellos, valiéndose de la intensidad del color y la firmeza del trazo, fijó de forma directa una visión de la raíz celtibérica de algunas de nuestras costumbres (Bodas y sepelios, galería Begoña Malone), narró las idas y venidas del coleccionista de arte (el cuadro fue casi emblema de una edición de ARCO) y retrató ciertos tics de algunos responsables políticos.

En esta exposición hay rasgos nuevos y de interés. Uno de ellos es que acerca su trabajo a una arriesgada reflexión que desborda el tono cáustico de otras ocasiones. No deja atrás la ironía: el lienzo dedicado a Manet es una divertida réplica del célebre autorretrato en el que el pintor francés se asimila al dandy, y algo parecido ocurre con el titulado El impresionista. Pero las dos obras centradas en Toulouse Lautrec tienen un alcance distinto: poseen frescura y espontaneidad y extreman los rasgos de aquel artista, pero no están exentas de un aura de admirada evocación. En el titulado simplemente Lautrec hay un elaborado trabajo pictórico, donde el contraste entre el luminoso fondo y la oscura figura del pintor va más allá del mero ejercicio formal y cruza la frontera de lo poético, haciendo pensar en las obras que dedicara Francis Bacon a Van Gogh. Ni aun la nada respetuosa fotografía de la invitación a la muestra resta esta relación que Sánchez establece con Toulouse Lautrec.

Al hablar antes de la caricatura, señalé que su intención consiste en mostrar lo que generalmente se oculta. Las piezas de pequeño formato hacen esto de manera muy especial: evocan al pintor con la pintura. No con la figura que muestra su quehacer, la mano segura o la inteligencia de las formas, sino sencillamente con la materia, el pigmento. Éste construye los fondos a veces de manera uniforme, casi plana (así, por ejemplo, en Renoir) y otras los modela con gruesas aplicaciones de materia (como en Cézanne), pero la acumulación de pintura se da en los rostros hasta desfigurarlos. Matías propone así una inteligente sinécdoque: identifica al pintor transfigurando el rostro de cada uno en materia pictórica, transformando sus facciones en aquello que los ocupa y obsesiona: la pintura. El óleo dedicado a Van Gogh o el titulado Cézanne en L'Estaque parecen especialmente acertados. En el primero, la vibración de la materia se va acentuando hasta formar una suerte de agitada aureola que prolonga la parte baja del rostro; en el segundo, el severo perfil de Cézanne se extiende sobre un fondo que se antoja un homenaje al sereno color con que el pintor de Aix-en-Provence supo ver en el Mediterráneo profundidad antes que sensualidad.

La muestra de Matías Sánchez puede desconcertar a quien siga pensando que la pintura es réplica no tanto de la realidad sino del modo convencional de percibirla. Quienes, por el contrario, sepan valorar la imaginación y conciban la pintura como materia, disfrutarán con estos trabajos, valientes porque evitan la coartada del esperpento para volcarse en una reflexión que no renuncia a la alianza entre caricatura y espontaneidad, característica de Matías Sánchez.

Matías Sánchez. Mecánica Galería de Arte (Cabeza del Rey Don Pedro, 15), Sevilla. Hasta el próximo día 20.


Juan Bosco Díaz-Urmeneta

http://www.diariodesevilla.es/

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